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Vuelve a casa por Navidad

A pesar de estar encantada porque Sevilla me recibe con una lluvia que es una pura maravilla, mi gozo pronto se cae a un pozo en cuanto mi jovial “Hola” se enfrenta al lúgubre taxista que ha de transportar mis tristes huesos hasta mi destino final.

Eso de la alegría sureña parece terminar donde comienza él, ya que se limita a saludarme con una contracción del cuello -como si le picara la nuca- que yo he de interpretar como un hola. Su mirada aburrida y su laconismo me recuerda por qué me fui de aquí. Renovadas mis intenciones de ser de nuevo una visitante de ida y vuelta, me dispongo a dejarme invadir por el paisaje plagado de gotas que el cristal de la ventana me deja ver, escenario perfecto para mis ensolaciones y flashbacks personales, cuando de repente, el odioso locutor de deprimentes partidos de fútbol locales en la radio enmudece. Tras unas milésimas de segundos de insoportable suspense, una algarabía estruendosa invade mis oídos, y arrasa mi cerebro provocándome un pellizco en el estómago que interpreto como asco. El lúgubre taxista ha debido de pensar que vuelvo a casa y, en su parquedad, ha decidido agasajar mi regreso con lo mejor de su repertorio de CDs: “Villancicos flamencos”, como para que me vaya enterneciendo, a lo pulpo gallego. En vez de eso, lo que el hombre consige es el tradicional efecto que villancicos pastelosos y estereotipados siempre me han producido: una mezcla de estupor y lágrimas (de incredulidad). Ser consciente de un rasgar de la guitarra (y de mis oídos) unido al acento pretendidamente andaluz, y prácticamente folletinesco del repertorio flamenco de canciones navideñas acaba deprimiéndome, y recordándome que hay cosas por las que no paso. Tarareando internamente una canción de Miranda, que nada tiene que ver con la navidad, pensaba que debo ser más agradecida, que hay personas que entienden el mundo como algo visto desde su propia retina y que resulta difícil aceptar que siempre he estado en otros mundos, que no están en éste de aquí.

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